No te quedes sin ir a la Cruz

No te quedes sin ir a la Cruz

Hacen  falta  muchas  manos para abarcar, levantar y portar una cruz,  como  hacen  falta muchas manos para cuidar un  niño,  sostener una  vida  que  se acaba,  mantener en  pie  proyectos que son de muchos y  por  eso  mismo parece que a nadie le  toca  arrimar  el hombro.  Hoy,  a primeros   de diciembre  de  dos mil  y  tantos, aunque algunos no se lo crean, contamos con un puñado de brazos y manos para levantar la cruz en medio de nuestras plazas y nuestros caminos. Manos y brazos jóvenes, algunos  con  tatuajes, expertos en chatear y, por qué no, también en acariciar, tocar sueños y  agarrarse  a  cuantas  palabras verdaderas pudieran ayudarles a cruzar sus personales ríos. Esta cruz que viene de lejos, ha visto las caras arrasadas  por  las  lágrimas  de madres que perdieron sus hijos en guerras  que  ya  no  salen  en  los noticiarios.

También  nos  trae  esta  cruz, prendidas  de  sus  dos  brazos abiertos, sonrisas blancas de rostros negros, sonrisas de un África que no  hay  quien  la  baje  de  la  cruz porque aun cuenta con algún mineral que expoliarle mientras se dan por sobrantes los millones de víctimas que se sacrificaron al mejor postor en Wall Street. Y como es ancho el abrazo del madero que recuerda al que  a  todos  abrazó,  acogió  y consoló, también cabrán entre sus astillas nuestras propias cuitas, la de los parados cuya mirada pierde día a día el brillo con el que quisieran saludar a sus hijos cuando vuelven a casa. Cómo no va a haber en esta cruz  un  rincón para  los  que  se dejaron entre las botellas o -cartones-  de alcohol, papelinas y  otras  infames promesas  de felicidad instantáneas, las fuerzas  y  las ilusiones  para empezar una vida mejor. Sí, ellos, los que caminan con la espalda encorvada por el peso de su propio pesar, siempre entendieron la cruz y la miraron como una vieja conocida en la que, junto a todos los que  sufre, carne  de nuestra carne y  hueso  de nuestros huesos, cuelga Jesús de Nazaret, el crucificado.

Pero hay también en la cruz, junto a  su  interminable  muro  de lamentaciones, una escala vertical que se levanta hasta el cielo, para animarnos  a  no  quedarnos postrados,  a  no  rendirnos  en  la encrucijada. Ese hilo del que penden, con  suma  debilidad  pero  mucha constancia, las esperanzas humanas de  que  juntos  las  cruces  pesan menos,  de  que  con  mucho compromiso  hasta  podríamos eliminar los dolores evitables que la soledad y el modo de vida indiferente y descreído convierten en inevitables e irresolubles.

Esta es la cruz que nos lleva por las noches de la historia y es la cruz que nos trae de cerca y de más lejos la fuerza imparable de la fraternidad, de la proximidad que se torna en motivo  para quedar, reunirnos, pensar y programar nuevas acciones  que  a tan viejos sufrimientos oponga el bálsamo de la solidaridad. A otros ha salvado,  le  decían  a  Jesucristo colgado del madero, que se salve ahora él mismo. Y no podía, no señor, no podía salvarse a él mismo, porque en aquella cruz nos revelaba la más honda e imperecedera verdad de fe: que nos salvamos juntos, que nos salvamos unos a otros, que Él para eso  ha  venido  y  por  eso,  desde aquella cruz como ahora en la de la Jornada Mundial de la Juventud que recorrerá nuestras calles, no se baja ni se salva sino que clama y nos llama. Esa es la cruz que nos lleva, la misma que nos trae de tumbo en tumbo  la  buena  nueva  de  la liberación.